miércoles, 2 de noviembre de 2016

#historiasdemiedo

Siento su dura mirada. Los ojos, de un color que cada vez me parece más extraño, clavándose en mí. Y un escalofrío recorre mi espalda. Siempre me sucede. Cada vez estoy más acostumbrada a sus miradas, pero cada vez siento más miedo. El terror me envuelve, porque nunca consigo reconocerle. Me intimida. Y eso me derrumba. Sus ojos recorren mi cara, mi cuerpo, juzgando cada centímetro de mi piel, cada esquina de mi pensamiento. Y lo hace fríamente. Me conoce bien, pero yo no sé qué esperar. Sabe tanto de mí que conoce mis límites, y nunca para, los cruza. Y eso me atemoriza. Me hace sentir pequeña, minúscula, y destruye la poca confianza que consigo reunir para enfrentarle. Cada día es peor, cada día va más allá y me deja llorando en un rincón, como un juguete roto.

La ansiedad aumenta cada día. Siento que me persigue, lo hace por todas partes. Siento sus ojos, su mente, su frialdad.
Me vuelvo más loca a cada momento, intentando derrotarle.

Le he gritado, le he llorado, le he implorado. Pero nunca se va, eso es lo que me responde su silencio. Y acabo donde mismo, en el mismo rincón, que ya me conozco como la palma de mi mano.

La gente empieza a notarlo.

Empieza a ser algo físico. Yo también lo noto. Me noto la irascibilidad corriendo por mis venas, me noto el cansancio de las horas sin dormir, me noto el miedo, palpable en todo lo que hago. Estoy más ausente que nunca.

Me gustaría volver atrás, a lo que tenía. No era feliz, pero era. Era algo. Ahora siento que cada vez soy menos persona, menos yo. Que me voy haciendo una nada. Una nada pequeña y vacía.

Ya no me siento con fuerzas para hacerle frente. Y dejo que su mirada se me clave como cuchillos. No tengo fuerzas para estar en pie, para aguantar su crudeza.

A veces pienso si vale la pena seguir con todo esto. Si no es hora de dejar todo atrás, todo el dolor, toda la agonía. Coger uno de esos cuchillos clavados en mi alma y hacer que mi corazón pare.
Pero no, no soy capaz. Me siento entre la espada y la pared. ¿Qué elijo? ¿La muerte o la muerte en vida?

No deja de perseguirme, cada vez tengo más claro que es ella, que esa Muerte de verdad viene a por mí. Por eso duermo con las luces encendidas, y con el cuerpo encogido, esperando que llegue. Sea lo que sea.



Otras veces espero y respiro hondo, intento ser fuerte, plantarle cara.
Y me quedo allí, de pie, mirándole.
Y el espejo me devuelve la mirada.

domingo, 7 de agosto de 2016

-Sin título-

Analiza. Analiza. Analiza. Y vuelve a repetir. Piensa, y vuelve a analizar. Y creerás que analizas demasiado, pensarás que darías cualquier cosa porque tu cabeza parara, por tener calma, minutos en silencio, en blanco, sin que una vocecita interna te diga cuantísimo te molestan las cosas.
Porque te molestan las cosas, y mucho.
A veces crees que el mundo se alinea en tu contra, simplemente para enfurecerte, para sacarte de quicio.
No eres capaz de comprender por qué la chica que se sienta delante de ti en clase no para de jugar con su pelo, ni cómo puede hacerse exactamente veintiún peinados en una hora. ¡Veintiuno! Pero te molesta. Te entra esa rabia interna que hace que en tu cabeza le hayas dado dos carpetazos por cada peinado que se hace, pero de estos que duelen, cuando estás a final del cuatrimestre y tienes la carpeta a rebosar de apuntes.
Tampoco imaginas qué gana ese compañero de fila que mueve toooooda la mesa con su maniático movimiento de pierna. No sabes si es un tic o una obsesión, pero sí sabes que hace que se te descontrolen las neuronas y pierdas el hilo de tus pensamientos. Y ese hilo se queda enredado en su movimiento, y sólo piensas: “que pare, que pare, quE PARE, QUE PARE POR DIOS, ¡QUE PARE!”
Quizás tampoco soportas la cantidad de orégano que tu madre le echa a las pizzas, o la forma en la que tu pareja saluda a sus amigos, o el diente doblado de x presentadora de la tele.
Pero sí sabes que analizas. Analizas una y otra vez, y odias interiormente.

Tal vez no te hayas parado nunca a pensar que los demás hacen exactamente lo mismo. Y te odian a ti. Odian el ruido que haces cuando mascas chicle, o, a lo mejor odian el gesto que le haces al camarero cuando quieres que te traiga la cuenta. Igual alguien también odia que muevas insistentemente la cabeza cuando entiendes lo que el profesor explica, o simplemente le caes mal a determinada persona y se limita a matarte en su pensamiento.
Pero no. No pensamos en todo eso. Nos limitamos a odiar a los demás, a juzgarlos. Y a quejarnos, porque el mundo no es como nosotros queremos, porque la sociedad es un asco, porque has perdido el autobús o porque alguien te ha empujado de camino a algún sitio, y en ese camino, tú eras lo menos importante.
Tú. Sí, tú. No mires a tu alrededor, te hablo a ti. Tú no importas para algunas personas, no les interesas, nunca se han parado a pensar en ti, ni lo harán en un futuro. Simplemente porque en el mundo hay más de siete mil millones de personas. Te lo pongo en números, por si estás espeso. 7000 millones. Y te cuesta comprender que eres insignificante, pero lo eres. Cuanto antes lo aceptes, menos dolerá, o eso dicen.
Vivimos en una sociedad tan egoísta, que sus individuos ni se dignan a mirarse a ellos mismos para conocerse, mantienen cerrados sus ojos internos, pero muy abiertos los que miran al mundo, porque criticar a los demás siempre es más divertido.
Así que tú, que caminas felizmente culpando al mundo de todo, echando mierda sobre la sociedad de la que eres parte… Algún día te das cuenta de que eres odioso.
Reaccionas, abres los ojos y no entiendes como puede alguien decir que eres un ser maravilloso, si no tienes nada que te haga especial.
Pero, quizás, es ahí donde te equivocas.
Quizás, y sólo quizás, son nuestras manías las que nos vuelven únicos, son esas cosas que odias o amas, que caracterizan a alguien. Y piensas en gente a la que quieres, y te das cuenta de cuantísimo sabes sobre esas personas. Pero no sólo conoces su casa, sus sueños o sus vidas, sino cómo tu amiga masca la punta del lápiz cuando está nerviosa, o cómo tu hermano tiene un tic en el ojo cuando intenta colarle a alguien una mentirijilla. A lo mejor tienes grabada la expresión de tu padre cuando está orgulloso de ti, o te encanta la forma en la que tu mano encaja de forma tan perfecta con la de alguien.


Y ves que, tal vez, es cierto; que la vida la hacen las pequeñas cosas.

lunes, 11 de enero de 2016

Nadie. Nada. Nunca. N.

Me ahogo.
Me ahogo en las lágrimas que no derramo.
A veces incluso me ahogo más en las que derramo. Pero la mayoría no, debo admitir mi normalidad. Debo admitir el daño en la garganta al intentar que no salgan. Al intentar ocultar todo lo que siento tras la falsa sonrisa.

La sonrisa de humo.
La sonrisa cómplice, la de "uy sí, qué bien va todo".

"No te sientes importante". Pues sí, es lo más acertado que me han dicho últimamente. No me siento importante para nada. Me veo prescindible. Por todo y para todos.
No me siento nadie. No, más bien es diferente. Me siento Nadie.

Soy ese Nadie al que no ven. Soy ese Nadie del que no se nota su presencia, ni tampoco su ausencia.
Soy ese Nadie que no tiene importancia. Soy esa persona que llama, pero no era.
La sombra que perseguimos en la calle. La sombra de lo que era. La sombra de lo que podría haber sido. Sí, esa soy yo. Ya ni siquiera soy Nadie.
Ahoro soy la Sombra de Nadie.

Y nadie quiere a las sombras. Y supongo que tampoco Nadie.

Nos enseñan que a las sombras hay que borrarlas. Que lo bueno es la luz, la claridad. Que tenemos que ser personas de Bien, y no de Mal. Porque en el Mal están las sombras.
¿Por qué, entonces, he aprendido al revés?
Se supone que aprender era lo único para lo que valía. Ahora ya ni sé.

No sé hacer nada.
Me limito a existir. Y, más tarde, a seguir existiendo.
Las sombras no tienen percepción del tiempo.
Las sombras son eternas, y eso me da miedo.
Porque no quiero ser eterna. Quiero que mi sombra termine, porque vivir infinitamente en la oscuridad me aterra. Me aterra ser Nadie por el resto de mi vida.
Me gustaría volver a ser alguien, quizás alguien diferente a lo que era. Pero alguien.



Ojalá pudiera ser Alguien y no Nadie.
Ojalá pudiera dejar de ser Nadie para ser, de nuevo, Alguien.