domingo, 7 de agosto de 2016

-Sin título-

Analiza. Analiza. Analiza. Y vuelve a repetir. Piensa, y vuelve a analizar. Y creerás que analizas demasiado, pensarás que darías cualquier cosa porque tu cabeza parara, por tener calma, minutos en silencio, en blanco, sin que una vocecita interna te diga cuantísimo te molestan las cosas.
Porque te molestan las cosas, y mucho.
A veces crees que el mundo se alinea en tu contra, simplemente para enfurecerte, para sacarte de quicio.
No eres capaz de comprender por qué la chica que se sienta delante de ti en clase no para de jugar con su pelo, ni cómo puede hacerse exactamente veintiún peinados en una hora. ¡Veintiuno! Pero te molesta. Te entra esa rabia interna que hace que en tu cabeza le hayas dado dos carpetazos por cada peinado que se hace, pero de estos que duelen, cuando estás a final del cuatrimestre y tienes la carpeta a rebosar de apuntes.
Tampoco imaginas qué gana ese compañero de fila que mueve toooooda la mesa con su maniático movimiento de pierna. No sabes si es un tic o una obsesión, pero sí sabes que hace que se te descontrolen las neuronas y pierdas el hilo de tus pensamientos. Y ese hilo se queda enredado en su movimiento, y sólo piensas: “que pare, que pare, quE PARE, QUE PARE POR DIOS, ¡QUE PARE!”
Quizás tampoco soportas la cantidad de orégano que tu madre le echa a las pizzas, o la forma en la que tu pareja saluda a sus amigos, o el diente doblado de x presentadora de la tele.
Pero sí sabes que analizas. Analizas una y otra vez, y odias interiormente.

Tal vez no te hayas parado nunca a pensar que los demás hacen exactamente lo mismo. Y te odian a ti. Odian el ruido que haces cuando mascas chicle, o, a lo mejor odian el gesto que le haces al camarero cuando quieres que te traiga la cuenta. Igual alguien también odia que muevas insistentemente la cabeza cuando entiendes lo que el profesor explica, o simplemente le caes mal a determinada persona y se limita a matarte en su pensamiento.
Pero no. No pensamos en todo eso. Nos limitamos a odiar a los demás, a juzgarlos. Y a quejarnos, porque el mundo no es como nosotros queremos, porque la sociedad es un asco, porque has perdido el autobús o porque alguien te ha empujado de camino a algún sitio, y en ese camino, tú eras lo menos importante.
Tú. Sí, tú. No mires a tu alrededor, te hablo a ti. Tú no importas para algunas personas, no les interesas, nunca se han parado a pensar en ti, ni lo harán en un futuro. Simplemente porque en el mundo hay más de siete mil millones de personas. Te lo pongo en números, por si estás espeso. 7000 millones. Y te cuesta comprender que eres insignificante, pero lo eres. Cuanto antes lo aceptes, menos dolerá, o eso dicen.
Vivimos en una sociedad tan egoísta, que sus individuos ni se dignan a mirarse a ellos mismos para conocerse, mantienen cerrados sus ojos internos, pero muy abiertos los que miran al mundo, porque criticar a los demás siempre es más divertido.
Así que tú, que caminas felizmente culpando al mundo de todo, echando mierda sobre la sociedad de la que eres parte… Algún día te das cuenta de que eres odioso.
Reaccionas, abres los ojos y no entiendes como puede alguien decir que eres un ser maravilloso, si no tienes nada que te haga especial.
Pero, quizás, es ahí donde te equivocas.
Quizás, y sólo quizás, son nuestras manías las que nos vuelven únicos, son esas cosas que odias o amas, que caracterizan a alguien. Y piensas en gente a la que quieres, y te das cuenta de cuantísimo sabes sobre esas personas. Pero no sólo conoces su casa, sus sueños o sus vidas, sino cómo tu amiga masca la punta del lápiz cuando está nerviosa, o cómo tu hermano tiene un tic en el ojo cuando intenta colarle a alguien una mentirijilla. A lo mejor tienes grabada la expresión de tu padre cuando está orgulloso de ti, o te encanta la forma en la que tu mano encaja de forma tan perfecta con la de alguien.


Y ves que, tal vez, es cierto; que la vida la hacen las pequeñas cosas.

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