sábado, 9 de mayo de 2020

María. Concurso #NuestrosMayores


María era una persona médicamente sana y, como tal, tenía muchos problemas.
El principal era que había decidido rendirse.

Fácil juzgar sin conocerla, claro.

María no había pensado en esa posibilidad jamás. Bueno, sólo en una etapa de su vida, justo antes de tener a Mónica, cuando todos los intentos de ser madre habían sido fallidos.

Ser madre era el mayor sueño de María, junto con el de ser bailarina. Se decía a sí misma que sería madre y que nunca abandonaría a su bebé, que nunca pasaría por lo mismo que ella.

Porque María, ante todo, había sido una persona con suerte. Pudo estudiar danza y viajar con compañías, bailar ante el público. En cada vuelta, en cada pas de bourré, en cada grand battement, sentía que algo la movía por dentro, le alegraba el corazón.

Y sintió lo mismo cuando lo vio a él. Manuel, un muchacho alto, desgarbado, que había emigrado para buscar un oficio. La primera vez que se vieron él sirvió la mesa donde María comió después de su actuación en un pequeño teatro de París.

Conectaron al momento, él se quedó prendado de la vibrante aura que desprendía aquella chica de ojos como almendras bañadas en caramelo.

En su primera cita, él le regaló al despedirse un papel algo arrugado. María no sabía en qué momento, pero Manuel le había pintado un precioso retrato, con las palabras "los ojos más bellos del mundo". Ese era la verdadera pasión del joven: pintar el mundo, y ahora, pintarla a ella.

Y el amor hizo el resto. Pocos meses después volvieron a España, con la intención de casarse y formar una familia.
Pero los padres de María no estaban de acuerdo. No habían invertido tanto en ella y su educación para que la echara por la borda con un desgraciado que no tenía ni familia ni donde caerse muerto. Y encima pintor. ¡Faltaría más!

Los jóvenes se plantaron en su decisión, y ésta fue más firme cuando María se quedó embarazada. Todo parecía de cuento de hadas.

Así que se casaron, y empezaron a buscarse las habichuelas, porque los padres de María decidieron desaparecer si ella seguía adelante con todo, y así fue. Y el domicilio de los padres de Manuel hacía ya tiempo que era el cementerio.

Al principio fue difícil, los ahorros de ambos apenas daban para un pequeño hogar con muchas carencias en un pueblo alejado de la mano de Dios. Y es que España no estaba en su mejor época, la guerra apenas había pasado, dejando hambre y muertos. Y artistas es lo que menos parecía necesitar en ese momento.

Pero poco a poco todo fue hacia delante. Todo, menos el embarazo de María. Embarazos improductivos, uno detrás de otro. Fue una etapa difícil, ninguno estaba preparado para eso.
Si no llega a ser por Manuel, María habría tirado la toalla.
Pero él le recordaba siempre que todo valía la pena si estaban juntos, que sus corazones estaban contentos.

Con el tiempo ella se dedicó a la enseñanza. Rodeada de niños, se sentía mejor y peor a la vez.
Hasta que por fin llegó Mónica. Con los mismos ojos almendra que su madre y la misma risa de su padre. Y María vivió su sueño.

Pasó sus años enseñando a todos los niños del pueblo, incluyendo danza para algunas niñas embelesadas por sus giros y sus saltos.

Y todo fue bien. Su primer nieto. El resto.

Manuel y ella felices, con el corazón contento.

Hasta que vino aquello.
Manuel, de repente, no se sentía bien. Ya era mayor, pero hasta ahora había podido seguir con sus dibujos. Incluso con sus temblores él seguía trazando líneas, aunque algo más difusas. Se había ganado la vida de muchas formas, acostumbrado desde joven, pero su pasión siempre le había acompañado.

Fue algo rápido, un mes vino y al otro se lo llevó volando.

Y ya María no fue capaz de bailar nunca más.

Al principio intentó sobrellevarlo, pero ya no se le movían los pies al compás de ningún ritmo, ya no era capaz de recordar ningún paso. Su pareja de baile ya no estaba allí para hacerla girar por el pasillo, o para robarle un beso, como los chiquillos, cuando pasaba por su lado. Ya no había alegría, su corazón se convirtió en un pozo de tristeza. Y poco a poco se abandonó al letargo. Su hija hacía lo que podía, y sus nietos, pero no había forma.

Los médicos decían que no había nada que hacer.
Ya lo dijimos, médicamente estaba bien, con achaques de la edad, pero sana.

Vivía en una residencia, para que no le faltaran cuidados. Pero con vistas a la pandemia, su hija se la llevó a casa. Allí también estaba una de sus nietas, una joven mamá que había venido a casa de su madre a pasar la cuarentena. Su pareja era médico y le daba miedo que su pequeña Mía, de año y poco, pudiera estar en contacto con el virus.

El primer día, María estaba sentada en un sillón. Ya apenas era consciente de su realidad. Le costaba reconocer a la gente, todo era una neblina delante de sus ojos, con figuras amorfas en vez de personas. No solía articular palabra, se limitaba a existir tras esa niebla.

Pero de repente sintió algo en su mano. Una sensación nueva, pero conocida. Era cálido y suave, y se concentró en ello.

Fue tomando forma ante sí una mano pequeñita y juguetona, y algo dentro de ella dio un brinco. Sintió que su corazón volvía a latir, y terminó de enfocar a una personita que la miraba fijamente.

"Ayaya". La niña la miró a los ojos directamente, y se rió. Y eso desencadenó algún mecanismo desconocido por dentro, y empezó a temblar con el sonido de la risa. Tendió su mano hacia la cara de aquella criatura, y clavó la mirada en sus ojos, que parecían un postre de almendra con caramelo.

Y sintió que quería bailar de nuevo.

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